¿Sirve para algo la espiritualidad?

Según vamos practicando yoga se nos hace cada vez más evidente que podemos ir ascendiendo escalones.

Cuando empecé a practicarlo hace ya 30 años (¡Cuánto tiempo y qué rápido ha pasado!), practicar yoga era una extravagancia de locos en mi país, España. Estábamos construyendo la democracia con esfuerzo, miedo e ilusión. Estaba nervioso, angustiado a veces, bebía más de la cuenta cuando acababa el día para relajarme, me sentía aturdido, había engordado. Recordaba los mitos de mi infancia: el yogui austero que necesita poco, atento, libre, delgado y polvoriento, con los ojos como llamas y la actitud serena y compasiva, sentado en el suelo con las piernas cruzadas.

Decidí empezar a practicar yoga para recuperar mi movilidad, muy disminuida por la falta de ejercicio y las secuelas de la poliomielitis. Sobre todo quería adelgazar y volver a sentirme en forma. Con el tiempo lo conseguí.

Luego, poco a poco, el yoga me fue abriendo más y más el mundo…

Desde la posibilidad de utilizar el yoga como un ejercicio físico para darnos vigor, bienestar físico y salud, podemos ir ascendiendo escalones, utilizándolo además como un ejercicio mental para mejorar el funcionamiento de nuestro cerebro, desarrollando la concentración, la capacidad de abstraernos en una tarea, y mejorando nuestra imaginación,  con la creación de imágenes mentales más claras.

Otro escalón más es el psicológico. Menos utilitario a corto plazo, pero quizá más importante para experimentar eso que hemos quedado en llamar felicidad. Consiste en la capacidad de dominar nuestras emociones, aumentar la efectividad y la finura de nuestros sentidos, desarrollar la voluntad y, por tanto, la facultad de hacer lo que queremos hacer. Si decidimos seguir escalando, el yoga conforma una personalidad moldeada en comunicación con nuestro medio, con mayor empatía y más equilibrio, con un inconsciente que se convierte en fuente de inspiración y no de tiranía; con un yo sereno, bien establecido, que nos permite incrementar nuestra autoestima, abrirnos al mundo y sentir compasión, esa de la que hablaba B. Russell, la compasión que le movía por el sufrimiento de la humanidad.

Un escalón más arriba nos sitúa en el nivel de la espiritualidad. Asumido ya el protagonismo sobre nuestra salud, desde un renovado vigor, desde la voluntad, desde la posición de dueños de nosotros mismos y al mismo tiempo entregados a lo que queremos hacer, podemos ver el paisaje de la espiritualidad.

A veces nos resulta excesivo escalar hasta este nivel. Quizá porque nuestra tradición espiritual, o sea nuestra religión, nos lo impide, como pasa estos días con la polémica de algunos católicos con el yoga; o quizá porque creemos que la espiritualidad es algo poco útil, fantasioso y lejano.

¿Sirve para algo la espiritualidad?  La espiritualidad tiene que ver en primer lugar con las preguntas sobre el sentido de la vida: ¿por qué estamos aquí?; ¿tenemos algo ineludible que hacer en la vida?; ¿qué hay detrás de la muerte?
La espiritualidad en segundo lugar tiene que ver con nuestro sistema de valores: ¿Qué es importante para nosotros? Y, por tanto, ¿con que planteamientos nos relacionaremos con los demás?, ¿qué pretendemos conseguir? Construyendo nuestro sistema de valores contestaremos también hacia donde queremos ir, como utilizar nuestro tiempo, nuestras cualidades y nuestras energías.

En tercer lugar la espiritualidad se refiere a la búsqueda de una cierta totalidad, una armonía, un orden o una unidad universal, la sensación interna de pertenencia y finalidad, una explicación del misterio que contemplamos en algunos momentos especiales. A esa diana, a ese centro misterioso que está más allá de lo que cae en sentido algunos lo llamamos Dios.
Por tanto, construir nuestra espiritualidad es útil, aunque pueda parecer un contrasentido y aunque a algunas personas les pueda resultar mezquino hablar de utilidad en relación con la espiritualidad. Construir nuestra espiritualidad es útil y necesario.

Útil porque estas preguntas nos permiten hacer consciente un anhelo humano, imprescindible para saber por donde caminamos y dar sentido a nuestra vida. Útil porque estas preguntas construyen nuestra libertad y nuestra responsabilidad como seres humanos, y  mejoran nuestra autoestima al enfrentarnos valerosamente a lo que no tiene respuesta objetiva sino una respuesta interior que nos ayuda a madurar. Es una difícil respuesta íntima que se da en lo más profundo del ser y que nos implica como consciencia, como habitantes del universo.

Construir nuestra espiritualidad también es necesario, porque si no damos cauce a lo que está en lo más profundo de nosotros alguien lo hará por nosotros, o terminaremos asumiendo las respuestas de gurús pretenciosos, representantes religiosos que hablan directamente con Dios, magos, charlatanes, adoradores de la nada o simples mercaderes de la angustia.

Carl G. Jung decía: 
“Falta todavía por entender que el mysterium magnum no sólo existe en sí mismo sino que a la vez y de modo principal está anclado en el alma humana”.

La práctica del yoga nos pone en posición de enfrentar estas preguntas que todos llevamos enraizadas. El yoga ayuda a que emergan de nuestro interior y las hace propias. El yoga nos pule, aparta la suciedad interna del narcisismo, la vanidad, la codicia o el odio, y nos permite construir un tiempo interno, una calma, una fuerza.

El yoga es unión. Nos une a los demás seres, y al mismo tiempo, paradójicamente, nos impulsa a descubrir nuestro propio destino, ese que sentimos único y nuestro. Es como una llama silenciosa que quema en nuestro interior hasta que no lo afrontamos.

El yoga desarrolla en nosotros una plenitud humana que se llama liberación, una experiencia de libertad, alegría y entrega. Una experiencia nueva y  al mismo tiempo antiquísima que busca la humanidad a lo largo de los siglos.